martes, 1 de junio de 2010

Borges y los esclavos de Kentucky

Pasé la noche del sábado hurgando en la biblioteca del abuelo. Hallé títulos importantes y libros que jamás pensé que a él le gustarían. Cuando estaba por cerrar la puerta de roble, leo en el lomo de un libraco viejo "La cabaña del tío Tom", volví a subir dos peldaños de su antigua escalera y lo bajé, encantada, para comenzar a devorarlo esa misma noche. Noté algo así como un deslizamiento, una brisa sutil, cerca de mi brazo izquierdo. Miré alrededor y no vi nada fuera de lugar.
Cerré la puerta amarillenta y empecé a recorrer las primeras líneas donde un traficante de esclavos habla con el dueño de Tom sobre los beneficios de contarlo entre su gente.
Fui arrastrando con sigilo los pies descalzos sobre la alfombra para no despertar a nadie. Era medianoche y algo topó con mi pie derecho: Artificios de Borges, estaba caído en el suelo sin más penas ni tesoros que mi indiferencia. Sentí culpa, tristeza y melancolía. Borges me esperaba arrojado de bruces en el piso y yo como si nada. Recordé aquel sábado de otoño del ochenta y cinco en casa de Marisa cuando otra amiga dijo "Murió el viejo Borges" con la misma naturalidad con la que hubiera estornudado o ido al baño.
Me senté en el piso, con Tom en una mano y Borges en la otra. Miré el diseño de tapa y pensé los años que pasaron desde que lo leí, que no era del abuelo sino mío el pequeño libro ocre.
Volví al dormitorio y me acosté a leer la novela de esclavos, pero con la sensación de que Borges me esperaba, paciente, junto a la lámpara de mi mesa de noche.

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